Sé que el título escuece. Pero hay cuestiones que te estallan en la boca cuando hablas. Como esta. Y es que pareciera que ahora puedes elegir ser puta porque ser puta se considera un trabajo. Como otro cualquiera. Así lo apoyan algunos discursos postsociales y potsfeministas muy queer, que es una forma pija de nombrar la identidad sexual. Así que habrá que regularlo. Eso dicen. Pero hay cosas que no se pueden pensar impunemente.

No niego que haya mujeres y prostitutas que así lo quieran. Pero ese consentimiento es la trampa neoliberal sustentada en la falsa libertad de elección sobre los cuerpos. De ahí a convertir la prostitución en derecho de pernada democráticamente regulado hay un salto mortal. Y me pregunto, como un susurro confesional de mis contradicciones, si plantearme esto del sexo me coloca entre los progres de espíritu arrugado o entre los carcas sin remisión.

Creo que la prostitución no es el oficio más antiguo del mundo, sino la explotación más antigua conocida. Porque opera como un intercambio desigual entre un deseo machista y un cuerpo empobrecido. Nueve de cada diez mujeres que ejercen la prostitución son pobres o precarizadas. Me cuesta pensar que esas mujeres quieran regular su actividad prostituida. Cuatro de cada diez hombres españoles van de putas. Son los puteros y prostituyentes. Sin ellos no hay negocio ni consumación de la explotación sexual. Pero ellos no son el centro del debate, sino la actividad de ellas. Y ese discurso neoliberal y hegemónico amparado en el consentimiento de ellas, invisibiliza el agujero negro de la prostitución. El que legitima socialmente ir de putas. Así que si banalizamos y normalizamos la prostitución, sepamos que estamos fortaleciendo las raíces de la desigualdad humana. Tomás Eloy Martínez dijo que una columna de prensa no podía ser un confesionario. Le he traicionado.