Llamo a M para preguntar por V y al cabo de un par de minutos despide a su hija adolescente, que ha quedado con las amigas, hoy toca discoteca. “Yo pensaba que la vería salir con un vestido, y nada, que ha ido con pantalones porque le han dicho las amigas que tienen más experiencia que de esa forma te meten menos mano.” Literal. “¿Pero, qué les pasa a los hombres?”, pregunta M.

Dos días antes, en la presentación de la nueva Ley Foral 14/2015, de 10 de abril, para actuar contra la violencia hacia las mujeres, escucho la misma idea formulada de otra manera. Si la violencia contra las mujeres la ejercen los hombres, ¿a quién habrá que responsabilizar?, ¿a quién habrá que dirigir las campañas de comunicación? ¿Quién deberá cuestionarse en primera instancia?

La hija de M posee y con el tiempo acrecentará un caudal de conocimientos sobre estas amenazas del entorno, normalizadas y aceptadas, que la harán modular o cambiar su comportamiento y que transmitirá.

Me pregunto si los chicos que irán a la misma discoteca han recibido una batería similar de avisos. Si sus amigos, padres, profesores y entrenadores les han instruido sobre los protocolos en las relaciones y en las maniobras de acercamiento. Si el objetivo buscado es el respeto, el encuentro, la eficacia o la victoria.

Me pregunto si los treintañeros han registrado conscientemente las actuaciones abusivas que han protagonizado, las que han visto o escuchado. Estoy segura de que la mayor parte de sus compañeras de quinta sí lo han hecho.

Me acuerdo de H, a quien la violencia sufrida le ha dejado como secuela el miedo a salir a la calle, de N, que no duerme bien, de A, que se marchó.