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Frivolidad

Con la loable intención de insuflar un poco de confianza en los mercados, salgo a la calle para aportar. Si no pongo de mi parte como consumidora, ¿cómo voy a pretender que el resto de agentes se apresten a lo suyo? Uno de los grandes desafíos de las personas es comprender su responsabilidad en el sistema y actuar en su pequeña consecuencia. Así que entro en el establecimiento y pido, como desde hace años, un pintalabios que suba ligeramente el tono de los míos, que no brille ni parezca que acabo de zamparme un bocata de chistorra con el pan bien untado, claro, si no, no tiene gracia, que no canalice el pigmento por los pliegues de la piel como dan al mar los ríos inexorablemente, que no se emborrone, que languidezca plácido y conforme con su acabamiento y se esfume elegante y sin alardes como un asesino que borra meticuloso las huellas de su paso.

Como mi acto de consumo era meditado, comparto tales reflexiones con la chica que me escucha entiendo que muy pacientemente. Voy probando y transito desde la gótica palidez a la sospecha de ictericia y el indeseado punto fiestón y al fin encuentro algo que recuerda al pintalabios ideal, aquel que vio Platón reflejado en la pared de la caverna. Lo que empezó como un acto banal se muestra revelador. Mientras le sonrío al espejo, la chica me dice algo de rojeces y patas de gallo. Todas mías, creo. Bingo. He contribuido al comercio que mueve el mundo y, a cambio, me llevo un objeto que hará aumentar mi lista no lograda de requisitos exigibles a un pintalabios. Me llevo un bonito envoltorio, un diagnóstico poco favorecedor y una semilla de insatisfacción que germinará. Los mercados son así, dinámicos.