el otro día estuve en Cabárceno viendo a los animales y también, por desgracia, a algunos humanos. La adiestradora de leones marinos nos dio la bienvenida refiriéndose a nosotros como “monstruos de colores sentados en las gradas”, que es como nos deben de ver los leones que nos miraban desde la piscina. Pues sí, monstruos y además bastante asquerosos como los que van tirando las bolsas de patatas que luego el viento lleva hasta los animales cautivos y que éstos pobres se acaban comiendo. Cochinos de dos patas que van lanzando gargajos, flemas, esputos, lapos y jardos a diestro y siniestro. Y que además te lo anuncian con un rugido gargantil que asusta hasta a los tigres que están al otro lado de la valla. ¡Asco infinito! Tú le miras con cara de asesina, mascullas algo entre dientes, te das la vuelta y? grrrrr, otro rugido y otro proyectil a cincuenta centímetros escasos de tu pie.
Te cambias de zona. Vas a ver los monos papiones que están plácidamente al sol desparasitándose unos a otros con una habilidad envidiable cuando llega una familia de humanos gritones insoportables. Gritan los mayores, gritan los pequeños, gritan los medianos? Por favor, ¡que estáis todos a menos de un metro unos de otros! Los papiones se levantan y se van al quinto pino. Normal. Yo me iría con ellos.
Empieza la exhibición de aves rapaces. El monitor habla, muy bien por cierto, de lo importante que es cuidar la naturaleza porque, en definitiva, es cuidarnos a nosotros mismos. Acaba el espectáculo y los monstruos de colores se van de las gradas dejando tiradas en ellas las latas de coca-cola. Se suben en sus coches, vacían el cenicero en el suelo del parking y se van.