Hace miles de años, tantos que servidora era una tierna infanta y del deporte rey solo conocía su irrupción dominical y televisiva, mi padre me llevó al Sadar vestida con un pantalón azul y un jersey rojo, total look de tu blusa y tu bandera, sin duda una circunstancia casual. Mi primera decepción fue que nadie retransmitiera en voz alta lo que sucedía en el campo y como además todos aquellos señores de pie y con la boca llena de purazos y tacos me sacaban dos o tres cabezas y no me permitían seguir la trayectoria del esférico, no tuve más remedio que refugiarme en mi socorrido mundo interior y convertirme en remoto antecedente de la mujer de rosa.

Hoy, miles de años después, el fútbol ocupa más espacio y sus peligrosos efectos colaterales son difíciles de evitar, de modo que el inicial desinterés se ha convertido en preocupación y vergüenza ajena cuando las noticias arrojan la imagen de Ronaldo o Ramos celebrando la Champions de un modo chabacano e inadmisible en cualquier otra disciplina deportiva. Inquieta ver ese puñado de jóvenes altaneros y desafiantes, con los cuerpos más editados que un premio Malofiej, millonarios y consentidos y por ello, convertidos en iconos del triunfo, poseedores algunos de una chulería y una banalidad insufribles.

Ahora publicitan su participación en la Eurocopa cantando un himno infantiloide que oscila entre lo discotequero y la arenga épica de cuchufleta, repleto de alma, lucha, fuerza, batalla, bandera, orgullo, muerte, emoción. Suena mal. Me pregunto si este entorno pseudoheroico, patriotero, emocional y combativo contemplado con abundosa complacencia por instancias públicas y privadas es el catalizador perfecto para que hordas de descontentos y violentos agredan, destrocen, ridiculicen, vejen y conviertan la calle en batalla real. Ejemplos, casi todos los días.