A Rosa le han dicho que debería cambiar la cerradura de su casa. ¿Ciento y pico euros? Y le recomiendan también “mejorar las medidas de seguridad instalando videoporteros o alarmas conectadas a las centrales de recepción”. ¿Alarma? Esto sí que tiene que ser caro. ¿Videoportero? Pero eso tendría que hablarlo con los vecinos, ¿no? El asistente social también le ha hablado de la habitación del pánico. Sólo el nombre le revuelve el estómago. “Un sitio seguro dentro del hogar donde se pueda esconder y desde donde pueda pedir ayuda”. Pero su piso sólo tiene una habitación, en la que duermen sus tres hijos. Ella duerme en un sofá-cama en la sala. 50 metros cuadrados en total.
También sería conveniente que pidiese un cambio de centro de trabajo o de horario dentro de la empresa. Ya. Con lo que le ha costado conseguir el contrato de cuatro horillas en la panadería. Con eso y las dos casas que hace justo-justo llega a los 1.100 euros limpios al mes. No es cuestión de empezar a tocarle las narices al jefe.
El asistente ha añadido que “es conveniente que los menores que convivan con ella deben conocer la situación de riesgo.” Pobres críos. Ya conocen bien la situación, ya. El infierno que les está haciendo pasar ese mal nacido no se puede perdonar.
Y todas las noches se pregunta ella si en vez de todo este protocolo “para la seguridad de las víctimas de violencia machista” no sería mejor que a ese cerdo se lo llevaran a la cárcel o bien lejos de aquí, o que le pusieran un chip en la oreja, como a los perros, que le diera un calambrazo cada vez que se acercase a menos de cien metros... Porque el culpable de todo esto es él, no Rosa y sus hijos.