Se lo cuento como lo contaba ella la otra noche porque la historia parece sacada de una película. Con treinta y pico, formada y reformada y aburrida de los trabajosdecaca que ni siquiera lograba encadenar decentemente, M aceptó a invitación de unos amigos que se habían instalado con relativa estabilidad en otra ciudad y decidió darse un tiempo. Pasados los primeros días entre la mudanza, el reencuentro y algunas presentaciones y algunos currículos, apenas tres semanas más tarde, otra vez y ahora, ¿qué?
La casualidad quiso que escuchara en el metro una conversación. Un accidente había dejado a un ávido lector postrado en el hospital, con problemas de movilidad y la vista afectada, privado de su mayor entretenimiento. Se recuperaría pero sería lento. M no lo dudó, la ocasión la pintan calva. Tres meses después, cuando se despidió de él, habían llevado a cabo un repaso de la mejor literatura negra de los últimos tiempos. Dice M que contaba las horas para volver al centro y abrir el libro por la página en que lo abandonaron ajenos al trasiego del personal sanitario e incluso -eso era sagrado- protegiendo el horario convenido del asalto de visitas cariñosas.
Un anuncio en el tablón de la entrada le brindó nuevos contactos. Unos más clásicos, piadosos otros, algunos sincréticos, devoradores de lo que iba cayendo más que previsores de una ruta marcada, otros eminentemente prácticos, como la estudiante que se hacía leer apuntes de Etología o el dueño de una tienda de electrónica que exigía la masticación y procesamiento de los catálogos de la competencia. El más tierno, el anciano al que regalaron la lectura de Los tigres de Mompracem. Como la historia es real, allí no encontró el amor ni el trabajo de su vida pero dice que lo repetiría sin dudarlo.