Amar y Matar
Cuando eres bebé y el pecho de tu madre, el paraíso, el amor se te inyecta y circula por tu cuerpo como la sangre o la linfa. A partir de ese momento va cobrando formas diversas, más amables o menos según la infancia que te toque en la lotería de la existencia. Crece y se multiplica o se encoge y se esconde. Pero por vivencia o por carencia, sigue siendo el motor de la vida. Casi todo lo que hacemos es en última instancia para que nos quieran. Hasta cuando huimos creo que buscamos la mirada cómplice, el reconocimiento, la aquiescencia, el abrazo, el zumo y el caldo. Y a estos desciendo siempre cuando leo que un Javier ha matado a una Blanca. Nunca podré entender, ni con informes psicológicos ni charlando con asesinos, cómo se pasa de una cosa a la otra. De amar a matar. Una letra solo. ¿Qué coño ocurre en tu cabeza? Qué hace clic para que el sábado por la tarde, después del café y la película en el sofá te veas envuelto en una discusión intrascendente que no termina marchándote de casa, ni dando un portazo, sino MATANDO a la mujer con la que te ríes en los viajes, compartes pintxos en los bares y secretos en la cama. Y de repente, tu Blanca se convierte en un fardo que envuelves en la manta con la que os habéis quitado ese último frío de la madrugada. Un fardo que te cuesta encajar en el maletero de tu utilitario y que lanzas al río porque el agua borra y purifica. ¿Cuándo despiertas de ese sueño siniestro para llamar a la Policía? Delito de homicidio. Y otra vez la escuadra de la muerte, las imágenes de helicópteros, bomberos, policías y perros peinando el curso de un río, o un basurero, o un monte. Un trabajo impagable, porque no hay sueldo para buscar muertos. Muertas.