Este fin de semana unas jornadas han abordado un debate incómodo. Qué hacer con el Monumento a los Caídos, un edificio que se levantó en honor de los vencedores de una guerra bastarda. Un asunto en el que es difícil ser imparcial. Porque serlo sería una traición a la verdad. En juego hay restos de sangre, memoria, emoción, duelo, dolor, dignidad, traición y más. Tanto, que no caben en esta columna. No tengo la memoria familiar ensangrentada. Pero conozco a gente con una retahíla de familiares fusilados cuyas almas todavía aúllan en las entrañas de la tierra. Siguen desaparecidos mientras nos entretenemos en buscar el sentido, uso o continuidad de un edificio levantado en honor de una sola sangre. Y encontrarlos quizás fuera lo prioritario, más allá de este necesario debate.
Pero puestos a pensar, creo que este asunto no puede resultar amable para nadie. Ni resolverse con la prisa pisándote los talones. Ni hacer las cosas por si acaso. Y saben de qué hablo. Si así lo hiciéramos pecaríamos de negligencia ética e intelectual. Este debate exige estrujarnos más allá de la emoción que nos concite. Y más allá de las hipotecas o acuerdos políticos contraídos si los hubiera. Incluso más allá de la Ley de Memoria Histórica. Porque con ella en la mano, el edificio incumple la norma desde los cimientos hasta la punta de la cúpula. Así que habría que tirarlo. Pero destruirlo nos libera solo de momento, nos ofrece una victoria pírrica sin recompensa histórica. Y redime, en parte, a las víctimas. Pero nos resta oportunidad de aprendizaje. Porque como dice Iñaki Arzoz “esa captura simbólica de un arma del enemigo se puede convertir en una herramienta contra su relato y fuente de nueva imaginería”. Y en esto no importa tanto la escenografía a futuro como construir el mejor proceso de virtuosismo civil.