Del Burgo, sin honor. Sin presidencia de honor del Partido Popular en Navarra. Allá por los 80 del siglo pasado, pregunté a Jaimeignacio -ciclo de conversaciones radiofónicas de índole personal- cómo le gustaban las mujeres. Asunto carnal. Sorpresa. Desconcierto. Después de unos momentos de perplejidad y tras refugiarse e insistir en la predilección por su esposa, mencionó el nombre de Grace Kelly, actriz con Oscar y princesa consorte de Mónaco. O sea, rubias y atractivas. Como la Le Pen foral, Ana Beltrán, presidenta y portavoz parlamentaria del PPN. El día de su segura elección como presidenta, Beltrán tenía pensado entronizar a Jaime Ignacio del Burgo en calidad de presidente de honor. Cargo simbólico, sin poder ejecutivo. Un homenaje. Reconocimiento a su preparación, capacidad y trayectoria. También, un toque de púrpura para brillar a su lado. Como referente en Navarra del más rancio nacional catolicismo español, elección impecable. La vehemente política tuvo que envainar su idea. Un tropiezo en los peldaños de ascenso a la dirección territorial. Trago amargo para la bodeguera. Toque de humildad el día de estreno de liderazgo. “Si quien me propone acepta el veto, lo acato, como es natural”, reaccionó Del Burgo, en un cortés y envenenado zasca a quien le había cortejado con el halago y puesto al final en un incómodo escaparate. Para el rechazado político -de dilatada y notable biografía- se trató sin duda de un veto “arbitrario, abusivo y estalinista”, imputado al malillo de Maíllo, vicesecretario de organización del PP, ejecutor de venganza por opiniones publicadas sobre la dirección de Rajoy. El PPN negó tajante la injerencia de Génova. La propuesta “no contaba con la unanimidad del partido en Navarra”. Beltrán, o servil o torpe. A Del Burgo no le gusta que estas cosas tengan “largo recorrido”. Como cuando tenía que haber ido de número 2 al Congreso, con Pérez Lapazarán por delante. Su chantaje logró cambiarlo. Vanidad.
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