¡Cuando me pasa me siento Dios! Como Dios no, ¿eh? ¡El mismo Dios! Estoy feliz y salgo a la calle con ganas de ayudar a todo el mundo. ¡Porque tengo un poder enorme!”. Así me describía sus brotes psicóticos un hombre que rondaba los cuarenta y compartía con otro, también esquizofrénico, un piso tutelado en Bilbao. Hacían la compra, cocinaban, veían la tele por la noche y discutían por tonterías. Lo normal en convivencia, vamos. Lo extra lo ponían dos nombres de mujer anotados en un horario sujeto con imanes de frutas al frigorífico. Ana los martes a las diez y Nagore los viernes a la una. “¿Dos limpiadoras? No, eso ya lo hacemos nosotros. Son la trabajadora social y la psicóloga”. Cada semana supervisaban su cotidianidad y verificaban que discurriera por los cauces aceptados. Ellos me dijeron que venían por si necesitaban algo y por la medicación. Descubrir la combinación química que mejor complementa el funcionamiento de su cerebro es encontrar el Santo Grial para un esquizofrénico y para su entorno. Y una vez hallado ese equilibrio matemático de sustancias y miligramos que a mí me resulta milagroso, saltárselo y dejar de tomar las pastis puede abrir la puerta a esa otra dimensión. Ruptura temporal de la realidad en la que uno no distingue si lo que vive sucede realmente o sólo en su cabeza. Eso es un brote psicótico. Desconozco si el hombre que apuñaló y mató a otro el domingo lo hizo en pleno episodio o si el acoso al que parece que le sometía la víctima rebasó su cordura. Pero creo que identificar al autor de un homicidio y de otros actos violentos como “un esquizofrénico” multiplica el rechazo social y hace que dejemos un metro más de distancia cuando pasamos a su lado.