El velo marrón de una monja joven revolotea por la ventanilla abierta de un Kia Picanto amarillo. Con movimientos leves de cabeza acompaña el ritmo de radiofórmula que, a volumen comedido, sale del coche. Ella conduce y el cielo es una cebra azul intenso cruzada por estelas de aviones que se deshacen mientras el verano, libre como es, se expande dinamitando los límites oficiales de las estaciones. Esta fue la primera visión de mi semana bilbaína cuando la última de mi domingo estellica la ocupó un lama tibetano sin edad y con ojillos brillantes y curiosos que dejó flotar durante una hora su túnica burdeos entre los plataneros y el murmullo del agua que convierten la terraza del Che, a la orilla del Ega, en uno de los lugares más apetecibles de mi pueblo en los días soleados. El lama sabía balancearse en la curva de su media sonrisa sin perderse la danza de las hojas ni la de los camareros depositando en una mesa en la que él era único en todo, raciones de calamares, ensaladilla, aceitunas y otros platos raros y exóticos. Intuyo, y puedo equivocarme, que ninguno de los dos ha visto a Jordi Évole poniendo contra la pared a Puigdemont, ni pierde un segundo en descodificar el lenguaje corporal de Kim Jong-un y Donald Trump -el mensaje verbal tampoco resiste análisis de alumno de Primaria-, mientras se amenazan mutuamente como niños de familia poderosa malcriados y crueles en una esquina del patio. Y seguramente, y puedo volver a equivocarme, eso es lo que les hace elevarse sobre las vallas de esta carrera de obstáculos cotidiana. Eso y el ejercicio disciplinado en un tipo de espiritualidad que otros tratamos de sustituir por un optimismo a prueba de engendros nucleares.