La felicidad está hecha de pequeños momentos, las porras, de goma compacta y el universo, de ondulaciones en el espacio-tiempo. A las dos primeras certezas hemos llegado muchos. A la tercera, sólo Einstein. Hace un siglo el genio más reproducido en la iconografía pop junto con Marilyn y el Che ya anticipó que esas fluctuaciones son producidas por agujeros negros, supernovas y estrellas de neutrones y que viajan a la velocidad de la luz. A mí, que ignoro los secretos del universo, esto me resulta, de puro incomprensible, fascinante. Por comprobar lo que Albert avanzó sobre las ondas gravitacionales, han recibido esta semana el Nobel de Física tres investigadores que han heredado su curiosidad, constancia y cerebro. A quienes no nos apellidamos Weiss, Thorne ni Barish esas ondas nos hacen pensar en las que se dibujan en el agua cuando lanzamos una piedrita al río. Y algo deben de parecerse, pero investidas del poder de acercar y alejar distancias, acelerar y frenar el tiempo en el mismo instante, y prolongar su reverberación más de mil millones de años. Pura seducción científica... Las patadas y porrazos de estos días y la carga de profundidad de Felipe VI también reverberarán durante un tiempo aún por cifrar en anatomías y memorias. Ojalá lo hagan en la conciencia de toda la clase política. Tras unos días radiantes para algunos científicos y oscuros para casi todos no os sorprenderá saber que cuando una dependienta me ha llamado hoy para comunicarme que el chubasquero amarillo que encargué para mi hijo hace dos semanas lluviosas, y que hasta ayer parecía absorbido por un agujero negro, por fin se ha hecho corpóreo, me he echado a llorar. Otra vez, pero ahora de alegría. Así estamos.