Somos aparatos sexuales y tenemos miedo. Quizá suene duro, dicho así. Y hasta un poco simplista. Pero un alto porcentaje de los movimientos importantes que hacemos en nuestra vida responden, conscientemente o no, a impulsos relacionados con la sexualidad y con el miedo. De hecho, mira: las dos industrias que mayor beneficio producen a nivel global son: la sexual (incluyendo ahí por supuesto la pornografía y la prostitución) y el comercio de armas. Seguro que lo sabías: no estoy descubriendo nada. Es el mundo en que vivimos. Y en el fondo, nos guste o no, es un reflejo de nuestra naturaleza. A veces pensamos que somos criaturas muy sofisticadas, pero quizá no lo seamos tanto. De todas formas, acabo de enterarme de que lo del sexo va a menos. Me refiero al sexo real, no a las películas, series, vídeos o juegos virtuales (donde la ficción sexual triunfa y vende). Lo que está disminuyendo de manera ostensible es la frecuencia de las relaciones sexuales entre personas. Es un hecho. A todas las edades. Sobre todo en los países de nuestro entorno. Y a pesar de que nunca ha habido tanta libertad sexual como ahora. Y no es que me extrañe, claro: pero digamos que me apena (aunque tampoco sé muy bien por qué). En fin, el caso es que es así. Hay estudios. La generación que más ha practicado el sexo (desde que se tienen datos) son los nacidos hacia 1930. En comparación con ellos, los nacidos en 1990 lo practican hasta seis veces menos que sus abuelos. El mundo tiene otros alicientes, espero (es decir, supongo). Sin embargo, es un tema que está empezando a preocupar a los estados. El deseo sexual se está inhibiendo, ¿por qué será? Una encuesta de hace ya más de tres años revelaba que casi la mitad de las chicas japonesas de entre 16 y 24 años mostraba desinterés o desprecio por el contacto sexual. Esto está llegando. Y si lo del sexo va a menos, lo del miedo va a más: eso seguro. Lo del miedo es otro negocio de aúpa.