fue, como en cualquier conversación poco dirigida, el resultado de la asociación libre de ideas. Apareció el palabro trascendencia. O transcendencia, que de ambas maneras puede y debe decirse. Una vez liberado el término de la acepción de importante, nos centramos en lo que en propiedad se denomina autotrascendencia, esa percepción personal y totalizante, eso sí, limitadita temporalmente, qué le vamos a hacer, de formar parte del universo e intuir el sentido de la vida.

Alguien contó algo. Alguien no entendía, alguien aludió a algún psicotrópico, alguien a algún paisaje. Quedó claro que aquello no era solo un momento agradable, que cada cual a su manera, que incluía cuerpo y mente, un instante de claridad que iluminaba un conjunto del que se era parte armónica y conectada. Lo bueno, por breve, está claro que se queda corto.

Se me ocurrían situaciones gratas, aprendizajes significativos, experiencias densas y me gustan el mar y el monte pero nada autotrascendente, oye. Y al rato, que ya sé qué. Lo que me estremece hasta el ADN y me engloba y comprendo y no sé bien cómo explicarlo son los documentales de primates. ¿Una autotranscendencia descendente?

La delicadeza del cuello relajado de los bebés gorila sobre el hombro de sus madres, las chispas que sacan los bonobos a sus juegos, la importancia que el contacto físico tiene en el bienestar de sus comunidades, la tenacidad de los chimpancés manejando palitos para interceptar hormigas, su asombro ante la muerte, la cara de aquí me las den todas de los macacos japoneses mientras se bañan en aguas termales, ellos, que, además, no se comen una patata que no hayan mojado previamente en agua salada. Los primates tienen sus cosas, claro, pero a mí me conectan con una larga cadena a la que veo cierto sentido.