“la Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas”. Literal. Y vas que ardes. El sentimiento nacionalista español es respetado de hecho y en Derecho. Otros sentimientos nacionalistas -insertos en una diversidad de ideologías políticas territoriales- son respetados de hecho, pero la aplicación del Derecho hace inviable la configuración de Estados propios. Pueden ser enunciados en los programas electorales -al menos a día de la fecha-, pero son casi imposibles de alcanzar: no se vislumbra la mayoría necesaria para una indispensable reforma constitucional. Ni con la distorsión de un proceso febril. Cualquier sigla política puede incluir en su ideario la voluntad de proclamar la independencia de una parte del territorio español. Cualquier Parlamento autonómico puede elevarlo a la categoría de decisión avalada por mayoría de los representantes del pueblo soberano. El legítimo propósito decaerá en el Congreso de los Diputados. Ni siquiera se han transferido todas las competencias contempladas a Comunidades históricas como el País Vasco o a la foral y preconstitucional Navarra. Como para pretensiones de más calado. La hegemonía de fuerzas defensoras de la “indisoluble unidad” es abrumadora a izquierda y derecha en el arco parlamentario español. Algunas estarían dispuestas a un maquillaje semántico del texto constitucional y a una aplicación estratégica de silicona política para lubricar roces en el actual engranaje. Pero nada más. Los intentos modernos de secesión han fracasado. Con drama y con esperpento, con violencia y con acuerdos democráticos. El Estado los contiene y reprime con leyes y con armas. Europa tampoco los contempla. Ni a corto ni a medio plazo. Y con la regresión rampante, la autonomía parecerá un tesoro.
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