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El centauro de la peatonal

Nunca había echado de menos la presencia de la policía municipal hasta el otro día. Qué fuerte. Lo reformulo. Tuve la necesidad de un refuerzo externo investido de la autoridad que se me negaba. Qué fuerte, repito.

Doblaba una esquina que da acceso a una plaza inserta en una calle peatonal con la tranquilidad de quien anda en un lugar seguro cuando, pegadito a la pared, en idéntica dirección y sentido contrario, sin visibilidad dado el ángulo de nuestras trayectorias, un joven ciclista, tras abrupta frenada, se planta a escasos treinta centímetros de mi cuerpo serrano.

Susto. Tomo aire. Lo suelto. Silencio. El tío, porque rápidamente se metamorfoseó en tío chulito, calla y me mira displicente, oye, que le interrumpo el paso. Le comento que no puede ir así, que es un riesgo, que no me ha atropellado por casualidad, que tiene el resto de la vía para circular sin crear peligro. Y el tío, molesto, le estoy haciendo perder tiempo, contesta que no me ha pasado nada y me piensa a la cara cosas que se le transparentan. Pasa un señor y le dice que ya puede dar gracias de que yo esté bien, que se le podía haber caído el pelo.

Pero no, el centaurito lleva gorra, no se achanta y me obvia con todas sus células. Qué fácil si hubiese dicho perdona, lo siento, iba con prisa o pensando en lo mío y no me he fijado. A mí me piden perdón y me vuelvo comprensiva, facilito mucho. Qué bonito, incluso, que se hubiera bajado de la bici para ponerse a mi altura. Pero iba montado sobre tal cantidad de poderío que le resultó imposible. Las normas no iban con él, tampoco la confrontación con una persona a la que por poco arrolla. Qué metafórico es todo.