Aunque me acusen de canso; no me cansaré. De no sentirme humano ante el genocidio de Gaza. Pues ya estamos despojados de tal condición.

Durante ochenta años, el Holocausto sentó las bases de un pacto moral de acero. Nadie podía estar a favor de esa barbarie antesala del infierno. Nadie osó justificarlo o vulgarizarlo, convertirlo en una épica justiciera o resignificarlo como un ritual gore. A esa degradación ha llegado el ejército israelí.

Y si no, revisen esas imágenes de francotiradores destrozando la cabeza de niños famélicos, o de colonos sionistas asesinando impunemente a palestinos, o de ese ejercito judío grabando el bombardeo como un reality en directo que acaba cansándonos, no tanto por su crueldad, sino porque ese horror anestesia todas nuestras percepciones del dolor y la humanidad secuestrada.

Y sí, acabas cansado porque a medida que aumenta el horror, aumenta la abstracción. Porque ese salvajismo te empuja a protegerte de ello. Y sientes que la humanidad ha desaparecido. Porque ya no es sagrada pues el dolor ajeno nos es ajeno. Así que Gaza viene a demostrar que la humanidad se ha vuelto selectiva. Que algunos han nacido para morir atrozmente, ser objeto de escarnio y su muerte convertida en un festejo que alimenta likes y reblogs.

Compruebas así que el genocidio viralizado de Gaza funciona como una pedagogía que declara abiertamente la desigualdad humana, que los semejantes han dejado de serlo. Son otra cosa. Es la pedagogía de la crueldad donde cabe cualquier tipo de atrocidad. Porque tanta muerte se ha convertido en una fatalidad inamovible.

Sin embargo, el sábado pasado, miles de personas llenaron las calles de Madrid. Con su cansancio, sí, pero agitando la realidad, tratando de interrumpir la totalización de ese horror. Retando con su testimonio a un Estado que un día declarará ante el Juicio Final.

No se cansen, el infierno habita también donde nosotros callamos.