Esta semana empieza el curso para un montón de criaturas que tendrán escaso o nulo contacto con la filosofía durante su vida académica. Yo opino que es una pena. Lo opinaba antes, pero la reciente lectura de un ensayo de Byung-Chul Han, La sociedad del cansancio, ha afianzado mi posición a la vez que me ha brindado un placer intenso por un triple motivo. El primero, que el ensayo es breve, lo que no deja de ser una cortesía. Cualquier libro que tenga más de doscientas páginas debería poder justificarlas al menos en un 90% y este criterio solo lo cumple una meritoria minoría. El segundo, que alcanza ese punto en que la filosofía entra en contacto con la poesía y une palabras que hasta entonces no se habían visto ni de lejos para definir conceptos y así dar forma a una realidad hasta entonces nebulosa. El tercero, que identificar los síntomas de nuestra época suma un poco más de luz y es para celebrar.
Cuando Byung-Chul Han propone un amable desarme del yo disfruto como una cosaca. Qué bien formulado, qué gusto. El yo sobrecargado, hiperpresente (el propio, con su biología, su historia, sus neuras) resulta una carga y el de los otros tampoco es moco de pavo. Claro, que para poder descansar del yo hace falta un nosotros mullido y seguro y eso es complicado. Esa hiperpresencia de yoes extremos y excitados como único medio y único mensaje es tan irritante en un debate, en un espectáculo o en la cola del pan, donde es posible escuchar yo no soy de bajar las persianas, por ejemplo. Valiente ridiculez. La filosofía echa un cable y propone como posible un desarme o al menos una tregua. Está bien tenerlo en la cabeza. Cuanto antes, mejor.