No me puedo creer que Rodrigo Rato vaya a entrar en la cárcel. Qué endeble artefacto de componendas y argucias es el cerebro humano (en el que tal vez confiamos demasiado). Por una parte sé a ciencia cierta que va a ingresar pronto en prisión porque así lo ha ratificado el Supremo (qué verbo tan oportuno: ratificar), pero, por otra, no me lo puedo creer. No me pidáis que os lo explique pero es así, queridos vecinos y amigos, amables desconocidos. Y sin embargo, y esto es quizá lo más curioso de todo, ya estoy esperando con impaciencia que suceda. De hecho, todos los días pienso en ello hacia la hora del atardecer, en ese instante en el que las cosas, aún careciendo de sentido, adoptan una cierta apariencia de serenidad y tienes la engañosa sensación de que todo va a ir a mejor. He leído en los periódicos que a Esperanza Aguirre le da mucha pena que Rato vaya a la cárcel (y no me extraña que lloriquee un poco porque es una mujer con una capacidad de empatía abrumadora). También a Aznar le da pena y dice que espera que lo afronte con coraje. Pero Rato tiene que tener coraje antiguo: eso seguro. Viene de una familia de casta. Rato no es cualquiera. Rato no tiene un apellido que data, tiene muchos. De rancio abolengo asturiano, como se decía antes. Con ilustres abuelos y bisabuelos. Su padre fue todo un personaje. No quisiera extenderme en él, pero tras aprovechar sus buenas relaciones con la dictadura franquista para enriquecerse, fue detenido (junto a su esposa Aurora Figaredo), por expoliar bancos en 1967, cuando ambos asistían a la boda de su hija (hermana de Rodrigo) con un sobrino de Emilio Botín. Una escena de película: los sacaron esposados del salón del viejo Hilton de Madrid. Si a alguien le viene de casta, es a Rato. Yo le deseo lo mejor. Como bien dice el adagio clásico quien a los suyos se parece, como los suyos perece. Nobleza obliga.
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