A mí no me gustan las luces de Navidad. Ay, chica, con lo bonitas que se ponen las calles. Qué cascarrabias, te estás haciendo mayor. De esto último no hay duda y que siga. Me parecen un dispendio innecesario. ¿Caerán las ventas si faltan? Y si se compra más, ¿a cada comercio su lucecica? Tampoco me gustan, ya que entramos en el terreno decorativo, los establecimientos de estética ingenua. Con sus tablas mates, su vaga referencia a granjas, lecherías o establecimientos primordiales. Blanquitos, azules, verdes o color lavanda, como si una vez dentro tuvieras que ponerte en modo crédulo, con pizarras de caligrafías infantilizantes y repisas con plantitas que fíate tú que no sean artificiales, que las imitaciones son cada vez mejores. Lástima que las peores flores de plástico acaben siempre en los cementerios. No hay nada más triste que una lápida con flores más perennes que un ciprés. Tendrían que prohibirse por plásticas y por feas, de la misma forma que no se permitiría en el centro de Ujué o de Ochagavía una casa con decámetros de balaustrada en la fachada. Los cementerios deberían contar con una guía de estilo municipal, son monumentos colectivos. Pero volviendo a lo anterior, a los establecimientos ingenuos, que los hay de todo tipo, por lo general su personal cursa con delantales ceñidos y largos, casi hábitos y tal vez por eso son bastante rituales en el trato y una entra como quien accede a un lugar sagrado cuya rutina interrumpe y cuyos preceptos desconoce. A mí esa lejanía oficiante me intimida y me hace sentir terriblemente burra y fuera de lugar, aunque me controlo. De todas formas, intento evitarlos. Como las luces de Navidad. Estas me colocan de figurante de una película que no es la mía, fuera de tiempo. Cada vez más rara.
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