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Colillas

Festivo por la mañana: las colillas dispersas por la acera y al pie de su bordillo me orientan de cómo le ha ido la noche anterior al restaurante de una calle cercana. Primer día laborable por la mañana: el barrendero se esmera en sacarlas de los intersticios entre losetas, baldosas o adoquines. No es fácil con la escoba. Algunas quedarán hasta que pase la barredora mecánica. Quizá una espátula de mango largo en su equipamiento ayudara en la minuciosa tarea. Paciencia y esmero del operario tras la desidia y el nulo civismo de otras personas. Las colillas de cigarro son la suciedad de origen animal más común en la vía pública urbana. Incrementada con la prohibición de fumar en el interior de locales de hostelería. Ni siquiera se facilitan ceniceros en los exteriores sin terraza para quienes salen a echar un pitillo. Apenas se ve escupir. Sí en asquerosos planos de algún deporte masculino televisado. Los propietarios de perros son ya más cuidadosos con los excrementos caninos. No se tiran tantos envoltorios en espacios públicos, salvedad hecha de la guarrería a discreción de fiestas y eventos masivos. Una profusión de papeleras tampoco disuade entonces de una generalizada dejadez y mala educación. Es como si el ocio diera carta blanca al comportamiento incívico. Hemos avanzado en limpieza. Por educación y por medios humanos y técnicos destinados al respecto. Pero tirar colillas al suelo es un gesto fácil de evitar, con un mínimo esfuerzo y una máxima consideración al trabajador de limpieza. Ese gesto indolente de proyectar la colilla hacia el suelo con la tercera falange del dedo índice o corazón de la mano debiera desaparecer de nuestros tics. Hacia el suelo cuando no se camufla en zona verde o jardinera del mobiliario urbano. No se antoja exigencia desmedida un apagado concienzudo del cigarro y su enceste en una papelera. Por calidad en la convivencia. Por higiene. Fumando espero que pase el barrendero. El último cuplé.