Hace un tiempo les hablaba de balcones. De las casas que no permiten más que asomarse un poco a la ventana. Quien diseña una casa moldea las vidas que la van a ocupar, de hecho, ya las tiene previstas antes de trazar la primera línea, y diseñar una casa sin balcones restringe el contacto con el exterior, priva de cenar a la fresca, de poner macetas, de tomar el sol, de jugar al sol, de leer al aire, de estar al aire, de tocarse la tripa al aire. Tiene mucho poder quien diseña. El balcón, ese espacio intermedio entre lo privado y la calle, debería ser indiscutible. Por placentero y beneficioso.
Lo reitero porque se me suma a lo que hablábamos el otro día a cuenta de las cocinas. Una amiga visitó una casa recién construida y, para su sorpresa, vio que la cocina era apenas un pasillo, sin cierres. El sentir general de los presentes fue que este diseño es un error. Una cocina que no alcanza el estatus de habitación es una cocina que no invita a cocinar, queda reducida a un office. No parece el ambiente idóneo para desplegar pucheros, ruidos, vapores y olores. Tal vez sea un lugar pensado para calentar, para algo rápido. Una cocina de la que difícilmente pueden salir dos platos y postre, todo de casa. Y si salen, lo hacen en condiciones difíciles para quien los prepara. Es decir, de entrada, en esta cocina, hacer comidas saludables resulta, por lo menos, incómodo. Por otra parte, si su dimensión no posibilita comer en ella y hay que desplazar comidas y cenas a otra estancia, hay que limpiar más. Esto lo saben perfectamente todas las personas a quienes les toca limpiar. Quienes viven, cocinan y limpian deberían participar en el diseño de las casas.