Es mi experiencia y también es un tópico: en los ascensores de los edificios una tiene la sensación de compartir un espacio algo doméstico o comunitario o social y cuadra saludar siquiera con un buenos días y seguir mínimamente una hipotética conversación si se iniciara. Por el contrario, es mi experiencia y solo eso así que no sé qué pensarán ustedes, en los ascensores urbanos que conectan la meseta de Pamplona con los barrios el comportamiento se impregna de los usos más individualistas y herméticos de la calle y las actitudes físicas tienen más que ver con el estoy yendo de un sitio a otro y esta cercanía es coyuntural, momentánea y obligada. En estos ascensores la gente mira más al frente, organiza a la perfección cuerpos, vehículos y bultos y va más tiesa, es decir, optimiza el espacio y lo hace de modo intuitivo, sin cruzar palabra, tanto que incluso las conversaciones mantenidas hasta llegar a la puerta suelen interrumpirse durante el trayecto. ¿Exagerado? Bueno, igual me estoy justificando.
Porque el otro día, en un ascensor lleno y en absoluto silencio, la conversación se oyó con toda nitidez. El crío tendría unos seis años y le dijo a su madre que había pensado que iba a ser científico, astrónomo concretamente. Mira qué majo, pensé y consideré brevemente sondas espaciales, el Planeta Nueve y todo ese vértigo del espacio que se expande y que igual ese crío llegaría a comprender y a explicar. Dijo también que había decidido que ya no quería ser futbolista. Qué majico, me iba enterneciendo yo sola. No así su acompañante, que le contestó que mejor así, que para ser futbolista había que ser muy bueno. Y eso pasó, que como era un ascensor urbano me corté y no le dije qué bien, chaval, buena elección.