Estos días he contemplado con agrado una foto de María José Carrasco y Ángel Hernández de jóvenes. Se miran, se gustan, él posa su mano en el cuello de ella y da la impresión de que ella se corta algo, de que sonreiría más abiertamente si no estuviera delante de una cámara. Es una de esas fotos que transmiten todas las posibilidades del mundo, miles de caminos abiertos, un montón de felicidad posible. Refleja, en el sentido más noble y envidiable, dulzura, ternura. ¿Quién no quiere rodearse de ellas en lo bueno y en lo malo, en lo contingente y en lo definitivo?

Hacían una pareja estupenda en ese momento que puedo fantasear a partir de una fotografía de color desmayado. Y hacían buena pareja ahora que les hemos conocido, cuando su caso se ha hecho público. Yo he pedido en casa que me traten igual si me encuentro en una circunstancia semejante. Estas cuestiones hay que dejarlas dichas una y otra vez y escritas. Por si acaso. O igual, quién sabe, cunde el sentido común y más allá de las batallas verbales se mira a la gente que sufre y pide una salida a la cara.

Mantener el calvario de las personas que quieren morir no deja de ser jugar a ser dioses. Deidades justicieras y crueles pegadas a la literalidad de los mandatos. La vida, con ser lo que tenemos, llega a no merecer la pena cuando el dolor y la falta de perspectiva la despojan de sus atributos, de lo que un día la llenó de sentido. Si hoy no tenemos regulada la eutanasia es porque el PP con la colaboración de Ciudadanos ha obstaculizado su tramitación. Muchas personas que les votan son partidarias de regularla. Un ejemplo más del endiosamiento de cierta clase política. Una pena.