Una combinación recurrente de leche en polvo, agua hervida y café molido o similar rellena el vaso de plástico hasta la mitad y la máquina comunica que el brebaje está listo con un pitido. Un pitido que ninguno de los tres hombres agrupados ante la expendedora escucha porque su atención ha sido secuestrada por un vídeo. El microaltavoz del Huawei proyecta gemidos a diversos volúmenes y en su pantalla se ven dos cuerpos desnudos en plena coreografía, uno femenino y otro masculino, el de quien habla. Orgulloso.
¿A que no os la imaginabais así?
¡Qué va, tío! ¡Si parece de lo más recatada!
Lo de siempre, las más frías son las más calientes.
Eso sin quitarte mérito, ¿eh?
Hombre, ¡hay que saber darles bien lo suyo!
La máquina del café vuelve a pitar.
¡Oye! ¡Se me acaba de ocurrir una cosa! ¡Se lo voy a enviar a Marta, la que empezó en Logística hace un mes!
Está rica, sí?
Y luego le pongo que lo siento, que no era para ella, ¿entiendes?
¡Cómo te vendes, tío!
Último pitido. El café se queda en la máquina mientras los tres se alejan.
Un mismo material, dos reacciones opuestas. Al protagonista alfa la publicidad de esas imágenes le empodera, interpreta que su cotización en el mercado sube enteros. A la protagonista, la mata. Hasta en sentido literal. Por eso hablar de suicidio se queda corto en el caso de Verónica. Más aún si se confirma que el difusor del vídeo en el que aparecía sola era un ex y lo empleó para extorsionarla. También se investiga si tras verlo su marido la amenazó con divorciarse y quitarle la custodia de sus hijos. Por supuesto que no todos los hombres funcionan así. Ni todas las mujeres nos quitaríamos la vida en esa circunstancia, pero eso no atenúa las responsabilidades de implicados y empresa.