Me gusta alargar la oreja, ponerme en modo recolectora y ver qué cae. He sorprendido a familiares y amistades expectantes en el mismo ejercicio de exploración que yo a la vez que intentábamos mantener una conversación que resultaba ser una tapadera para el espionaje auditivo. En estas ocasiones, lo mejor es hablar claro y centrar la atención en el objeto deseado. Este juego inofensivo proporciona momentos de agudo placer y no estamos para despreciarlos. De hecho, el recuerdo de alguno de ellos aún me proporciona un cosquilleo feliz. Lo último que he pescado, sin alcanzar esa altura memorable, me da para contarlo. Es el uso de dos expresiones que se están popularizando, una de ellas la he visto empleada en un anuncio y un grupo musical ha adoptado la otra como nombre. Las había escuchado de boca de adolescentes y jóvenes, pero esta vez era una pareja de cuarentañeros bien entrados y esa era la novedad de donde nace mi pregunta: ¿qué mecanismo se pone en marcha para que cambiemos la forma de hablar y adoptemos variaciones que contradicen los hábitos asentados durante décadas? La primera, del tirón. Uno de los dos daba cuenta de su última salida en bici y dijo que subió un puerto complicado del tirón. No de un tirón, de ese acostumbrado e indeterminado tirón que podría ser cualquier impulso, con más o menos brío, sino de ese tirón concreto cuyo patrón parece que se guarde en la Oficina Internacional de Pesas y Medidas de París junto con el metro, el kilo y el grado centígrado y al que todos los demás, por exceso o defecto, deben referirse. El segundo comentó que desde lo de la rodilla había empezado a coger la bici con la calma. Juicioso. A ciertas edades es mejor no forzar la máquina.