En poco más de un mes, los agricultores han pasado de contar con el mayoritario apoyo de la población a sus reivindicaciones a labrarse el rechazo de buena parte de la ciudadanía, que observa con perplejidad el desnortado rumbo de sus desmedidas protestas.

Si su reiterada ocupación de la vía pública empezaba ya a causar hartazgo entre las miles y miles de personas que han visto perjudicada su movilidad por las consentidas tractoradas, los hechos que han protagonizado esta última semana son de tal gravedad que obligan a la rectificación si quieren recuperar la simpatía y credibilidad de que gozaban cuando salieron a la calle para denunciar los problemas que lastran a un sector importantísimo para el conjunto de la sociedad.

Porque no son de recibo los zafios y groseros insultos que profirieron a la presidenta del Gobierno este lunes, y es sencillamente inaceptable el intento de asaltar por la fuerza el Parlamento con la excusa de que no se fuera a debatir una enmienda sobre la fiscalidad de este sector. Unos hechos de máxima gravedad que no han tenido la contundente reprobación que merecen por parte de las organizaciones agrarias, que aun siendo conscientes de que este no es el camino, vienen a justificarlas por el “nerviosismo” de la situación.

Es verdad que tampoco se puede meter en el saco de estos inadmisibles comportamientos a todos los agricultores, pero deberían ser conscientes de que si se pierden las formas, difícilmente van a conseguir llegar al fondo de sus reivindicaciones. Y mucho menos después de que respondan con la bronca a la desconocida permisividad de la que han disfrutado en la canalización de sus protestas, que les ha posibilitado campar a sus anchas por el centro de la ciudad con los tractores, mientras la policía tenía la orden de guardar en el bolsillo el talonario de multas, incluso cuando hubo que cortar la Baja Navarra porque algunos agricultores decidieron que era un lugar apropiado para pernoctar.