Me crucé hará tres o cuatro noches, creo que el día que jugaba y perdía el Atlético de Madrid con la Juventus, con un ciclista de unos 40 años dejándose el higadillo en una de esas bicis -creo que era una GAC- que ya estaban pasadas de moda en los 90. Serían sobre las ocho y media de la tarde y, pese a lo obsoleto de su máquina, zingaba a muy buen ritmo, llevaba metido todo el desarrollo, a lo Thierry Marie, mientras unas pequeñas luces rojas brillantes intermitentes que salían de debajo de su sillín avisaban de que andaba por allá. Le perdí de vista enseguida, mientras él se alejaba por el carril bici hacia las afueras de la ciudad. Llevaba en la espalda una enorme mochila-caja de tela amarilla en la que se leía Glovo. Algunos de ustedes por supuesto saben qué es, otros no: es una aplicación de móvil que te permite encargar cualquier clase de producto y que un repartidor te lo lleve a donde lo solicites por algo más de su precio. El servicio tiene diferentes tarifas, el repartidor se lleva una parte de esa tarifa y el desarrollador de la aplicación otra parte. En las grandes ciudades, los hay a cientos. Ya hay numerosas denuncias porque los repartidores explican que en realidad son falsos autónomos, es decir: que tienen una relación laboral con la empresa y no son meros asociados y que, además, no cotizan de ninguna manera y la empresa les impone las condiciones de trabajo. Por supuesto, el hombre con el que me crucé pedaleaba con ansia porque cuanto más pedalea más viajes hace y más dinero gana, porque tiene que comer y quizá unos niños preciosos que vestir y alimentar, mientras el negrero, sentado en algún despacho de Barcelona, cierra acuerdos con inversores, incrementa sus ganancias y comprueba cómo la legislación laboral sigue sin atajar ni cercar a estas nuevas y modernas maneras de explotación disfrazadas de desarrollo y qué guay la app tío.