Estaba en casa de mis tíos y primos en San Sebastián la tarde de hace 30 años en la que Pedro Delgado nos tuvo dos minutos y 40 segundos esperando a que le viéramos aparecer en la rampa de salida del prólogo del Tour. Mi primo Javi y yo, antes de que conectara la televisión española, siempre poníamos la cadena francesa que televisaba las etapas y que tan bien se sintonizaba en Donosti. Ese día no cambiamos a TVE y entre aquel francés del que apenas entendíamos nada y que aún entendíamos menos qué cojones pasaba con Delgado fueron los casi tres minutos más largos y extraños de aquel verano. El ganador del Tour anterior perdiéndose por Luxemburgo, saliendo 3 minutos tarde y al día siguiente rematando la cagada con una pájara en la crono por equipos y quedándose a 7 minutos y pico de sus grandes rivales. Delgado se rehízo luego y acabó tercero tras Fignon y Lemond, brindando los tres un Tour maravilloso que ganó Lemond por apenas 8 segundos sobre el añorado Fignon. Desde entonces, siempre creo que cualquier cosa que no sea empezar algo tarde, mal y sin casi ninguna esperanza es una señal cojonuda, porque aquel Tour se enderezó bastante y también el verano. Los veranos, en general, siempre se enderezan, salvo cuando hay que aguantar enfermedades o desgracias. Son el tiempo de los milagros, en los que todo puede pasar, tumbado mirando la estrellas en un campo del Pirineo mientras los grillos emiten su sinfonía y se oye el ruido de la corriente del río como el mejor de los somníferos. En verano hay que soñar, es obligatorio, da igual en qué. Hay que soñar que todo será mejor después y de que cuando se acabe lo habremos conseguido. Lo que sea. Aunque lo conseguido solo sea, que no es poco, mantener la esperanza de que un día lo conseguiremos. Delgado no ganó aquel Tour, pero lo pasamos muy bien. Hay que pelearlo hasta el final. Que tengan un gran verano. Nos vemos en nada.