Como ustedes saben, un año consta de 8.760 horas, incluso en Canarias. La mitad, 4.380 horas, es de noche y la otra mitad, otras 4.380, es de día, aunque la refracción atmosférica hace que el sol siga alumbrando aunque no esté ya visible en el horizonte y haya entre 4.400 y 4.600 horas de luz diurna según el lugar del planeta. En todo caso, esas 4.380 horas de día anuales son seguras. Bien. Si usted tiene suerte, vivirá en un lugar con un porcentaje de sol diario superior al 60-65%, mientras que si no la tiene ese porcentaje será inferior al 50% o incluso al 40%. Pamplona, por ejemplo, anda sobre las 2.200 horas de sol anuales de media, cerca del 50%, mientras que San Sebastián baja a unas 1.800 -41%- y Bilbao a 1.600 -36%-, por supuesto dependiendo de los años. En Barcelona alcanzan las 2.600, en Madrid las 2.800 y en el sur casi todas las ciudades pasan de 3.000 horas. Parecen solo cifras, pero 800 horas de sol más al año son 2 horas más al día y 1.500 más son 4, de ahí que los jubilados alemanes e ingleses, que gilipollas no son, migren hacia abajo en cuanto pueden y no se vayan a pasar los achaques a Bristol o a Bruselas, que sale el sol cada 15 días. Pues bien, apenas falta una semana para que a los enemigos de la oscuridad nos den con el reloj en la cabeza y cambien la hora, lo que supondrá que oscurezca ya el domingo que viene poco después de la seis de la tarde y en nada ya cerca de las cinco y media. Ante estas tragedias y la llegada del frío, las aves cruzan Europa y se lanzan hacia Doñana o más abajo, pero los bípedos se supone que inteligentes como nosotros apenas podemos ponernos un puto gorro y unos guantes y maldecir nuestra suerte, autoengañándonos con el salmo de “a finales de marzo ponen la hora y ya verás cómo el año que viene hace buen abril y buen mayo y si no lloviese tanto para rato iba a estar esto así de verde”. La madre que me parió.