e la misma manera que creo que la sociedad como grupo y de uno en uno somos bastante dignos de crédito cuando de arrimar el hombro se trata en situaciones excepcionales de una duración determinada -me faltan las palabras para agradecerles como merecen a ciertas empresas, hoteles, albergues, particulares, colectivos, sanitarios, transportistas, personal de mantenimiento de todo, limpieza, tiendas, etc, etc, los que curran mientras los demás pontificamos desde el sofá-, no sé si tengo tan buena opinión de que cuando pase esto -sea como sea lo que venga- vayamos a ser capaces, en general, de variar para siempre rutinas e inercias vitales que todos de alguna manera hemos llevado. Aún con toda la distorsión que supone vivir en un permanente 1 de enero y que no es la realidad que nos esperará cuando la vida sea similar a la anterior, se ha demostrado que se puede al menos girar: no nos hacen tanta falta los coches, mucho menos en ciudad. Si apostamos de una vez por lo colectivo y lo público, si decidimos que andar es estar vivo, que ir en bici es una opción muchos días, que se puede, podríamos vivir en entornos más sanos, limpios y nuestros, algo que también vale para el cuidado de la naturaleza y de nuestro entorno más cercano. Podemos trabajar -muchos y muchas, no todos por desgracia- más desde casa, lo que ayuda en muchos aspectos. Podemos no comprar compulsivamente mierdas que no necesitamos, este consumismo histérico en el que llevamos metidos varias décadas, podemos de una santa vez percatarnos de que lo que es bueno para el vecino es bueno para mí, que su bienestar repercute en el mío para bien, que esto no es una carrera de ratas para sacar ventaja. Podemos decidir dar a las cosas importantes la importancia que siempre han tenido y asignar a quienes las llevan los recursos que necesiten y el compromiso de que siempre será así. No confío mucho en nada de esto.