uando uno gestiona un club de fútbol gestiona sentimientos muy potentes, sentimientos de miles de personas que se anclan en el corazón de esas personas desde el limbo de los tiempos. Los clubes de fútbol, cuando reúnen el espíritu de un pueblo, de una comunidad, cuando tienen una historia larga detrás y suficiente bagaje, están atravesados por cientos, miles de nombres, algunos famosos, otros anónimos, que han hecho de él lo que es o que harán de él lo que vaya a ser. Por eso personalizar suele ser siempre una equivocación de partida. Poner el nombre de un jugador equis o de un directivo tal a determinados espacios o inmuebles tiene más de cariñada entendible pero evitable que de otra cosa. Cuando se le pone el nombre de Michael Robinson a la sala de prensa de El Sadar la equivocación pasa a ser de trazo grueso. Todos quisimos a Robin cuando jugó con nosotros y lo quisimos luego cuando le oíamos en la tele y cuando lo veíamos. Todos lloramos su muerte. Todos o muchos, vamos. Se puede -y se aplaude- mostrar a su familia nuestro cariño tanto como afición como club sin necesidad de vincular un espacio a su nombre. Ni siquiera es cuestión de mencionar que ni era periodista y que no pasó apenas media hora en una sala de prensa de El Sadar trabajando como tal, ni siquiera hace falta mencionar nombres de periodistas rojillos con 40 y 30 años de profesión a sus espaldas fallecidos en el último lustro, puesto que tampoco poner a la sala uno de estos nombres es una buena decisión. Osasuna está por encima a nivel emocional de todos esos nombres tan valiosos y queridos por la inmensa mayoría de la masa social. El patinazo es dejarse llevar por un año puntual o un hecho cercano o un nombre con más foco y plantarlo en un lugar en el que no tendría por qué estar. Quisimos mucho a Robin, a como a tantos otros. Él, como todos, donde mejor se conserva es en nuestro corazón.