o sencillo sería recordar aquella excesiva pintada que durante años en los 80 y 90 ondeó en un muro de la calle Monasterio de Alloz y que decía ¡Astolfi, tirátela! Así, en imperativo. Astolfi era Luis Astolfi y el mandato popular de aquellos años y de la pintada que ahora sería inviable socialmente lo unía con Elena de Borbón, la primogénita del emérito. Astolfi el caso es que era un jinete de mucho nivel y la que por entonces era su novieta -o eso decían el papel couché- pues lo intentaba. Recuerdo que unos años más tarde la nieta de Onassis -en mis años mozos oías Onassis y sonaba a pasta, como Rockefeller o Rotchild, ahora son Bezos o Gates, entonces eran esos- se casó también con un jinete, lo mismo que, creo, la hija de Amancio Ortega. Digo que lo sencillo sería eso para sin más darle un cierto halo de verdad a que la hípica históricamente ha sido un coto bastante cerrado de las elites. Aunque, como casi en todo, hay excepciones y este deporte en concreto -como otros- permite acercarse a él a personas que, no siendo pobres de solemnidad, sí que no son ricas. Pero la cuenta corriente de los padres y madres de sus practicantes no es, a fin de cuentas, un baldón para que algo se dispute o se colabore o no en ello. El baldón viene por los numerosos episodios de oscurantismo, mentiras, medias verdades, ocultaciones y quién sabe si faltas al reglamento que ha cometido el ayuntamiento de la ciudad de Pamplona durante todo el proceso transcurrido desde los primeros rumores hasta su celebración, con toneladas de arena incluidas en los fosos de la ciudadela, etc, etc. Si algo ya está marcado por una realidad social y económica que viene de hace siglos y encima te empeñas en cagarla día tras día solo se puede decir de ti que aún pones más obstáculos para ayudar a quitar o cuando menos a matizar etiquetas que vienen escritas en los muros y hasta en las tablas de Moisés.