ndo metido en El año del pensamiento mágico, de la escritora estadounidense Joan Didion, en el que narra con maestría el año posterior a la muerte súbita de su marido, John Dunne, un año en el que también tuvo que lidiar con dos graves enfermedades de su única hija, Quintana. Es un excelente libro acerca de su particular proceso de duelo y hay una frase que repite varias veces que se te queda grabada: Te sientas a cenar y la vida que conocías se acaba. Esto nos ha pasado o nos va a pasar a todos y todas varias veces, en ocasiones con más intensidad y en ocasiones con menos, pero sucede así, aunque en algunos casos haya avisos o se venga de situaciones previsibles. Pero, siempre, algo se para de golpe y lo que conocías ya no está. No solo tiene que ser la muerte de alguien que quieres. Estos días mientras leía esto pensaba en toda esa gente que ha visto cómo la roca incandescente se ha tragado sus casas y pensaba que cuando dejas para siempre una casa, sobre todo si ese dejar para siempre no es elegido, hay una especie de duelo también, puesto que una casa de sobra sabemos que no son solo cuatro paredes y un techo sino todo lo que has vivido en ella y con quien lo has vivido y cómo eso forma parte de ti. Pienso en personas de más de 60, 70 años, que lleven muchos viviendo en esas residencias que se ha tragado el nuevo volcán y aunque nada se puede comparar con perder una vida no deja de atravesarte un escalofrío al ponerse en su piel y pensar qué clase de impotencia, tristeza y desamparo estarán sintiendo. En su caso, se sentaron a comer y la vida que conocían se acabó. Posiblemente para siempre. Sí, vivirán en otras casas, quizá algunos hasta logren disfrutar, otros incluso olvidar, pero muchos de ellos y ellas tendrán la sensación y la certeza de que con esa casa que ha sepultado la lava se les va buena parte de su vida tal y como la entendían.