l parecer hay problemas en algunas personas para comprender que un mismo ser humano puede estar totalmente a favor de la vacunación, de sus efectos sanitarios, de su parte de solidaridad, de su parte de prevención privada y pública y al mismo tiempo a esa persona no gustarle ni especialmente ni siquiera rutinariamente que esa misma vacuna que él -yo mismo- ya se ha puesto dos veces, recomienda vivamente y se la volverá a poner las veces que haga falta sea introducida a la fuerza -no sé cómo- en los organismos de miles y miles de personas, con las que posiblemente no comparte nada -y en muchos casos seguro que solo diferencias- pero a las que no cree que a día de hoy haya que poner contra el paredón para que reciban la vacuna. Pues convive perfectamente. Comprendo de sobra que la línea clara y directa es vacunación para todos, ni una palabra más alta que la otra, y todos a pasar por el aro. Cualquiera con dos dedos de frente sabe que eso a nivel de atajar algo es más beneficioso que que haya un 15% o un 10% de no vacunados. Pero no es esto de lo que hablamos en marzo de 2020, ni hace seis meses, ni hace siquiera uno. Hablamos de que en un país que tiene el 80% vacunado y que cuando pueda vacunar a los menores de 11 años tendrá al 90%, ahora mismo la incidencia acumulada de casos es la segunda más baja de Europa y la presión asistencial, aunque subiendo, no es ni por asomo comparable a las olas anteriores. Recomendar la vacuna, insistir, promover, facilitar, etc, es distinto a imponerla, estando de acuerdo en que por supuesto uno puede echar espuma por la boca ante algunos de estos individuos que se niegan a ponérsela. Pero, insisto, a día de hoy, en España, no considero ético que un Estado te meta una vacuna en el organismo, por mucho que haya una pandemia. Ya digo que me puedo equivocar, pero es lo que opino hoy y más que opinar es un principio básico.