e repente el barrio estaba vivo. Sin montar procesos participativos. Sin llamamientos, sin asambleas, sin foros, sin nada que lo llamase a salir a la calle. Estaba ahí, confinado en cada casa, en cada tienda del barrio, farmacia, carnicería, panadería, frutería o pescadería. Compartiendo la misma experiencia límite. Ahí, en cada domicilio convertido en una cárcel liberadora. Porque nos habíamos descubierto necesarios y útiles. De repente, nos dimos cuenta de la verdadera capacidad de autogobierno, de autocuidado, de cada gesto comunitario al margen del comunitarismo militante y teorizado. De repente, nos dimos cuenta que nos necesitábamos porque la muerte nos pisaba los talones. Y quisimos, por encima de todo y de cualquier consigna, cuidarnos. Y sacamos toda la artillería intravecinal e intrafamiliar que fuimos capaces de activar. Y descubrimos la inmunidad comunitaria. Así que nos organizamos de manera autónoma, sin lemas, llamando al vecino, preguntando por doña Felisa, la del segundo con 87 años, por el Javi que estaba enfermo o por Halima, sola y con tres críos a cargo. De repente, héroes anónimos salieron del armario sin necesidad de hiperventilar solidaridad; surgieron en los portales y en cada calle, en las tiendas de alimentación o en balcones convertidos en nuestra libertad condicional. Y nos dimos cuenta que el capital no había roto las solidaridades transversales. Las había espesado. Lo supimos porque nos enredamos. Y nos dimos cuenta, como dice Rita Segato, que el neoliberalismo había despolitizado los vínculos que emergen en el espacio doméstico, sí, pero aquel virus nos había servido de ensayo para reactivar formas de felicidad vecinales olvidadas. Sin normas. Sin darnos cuenta, estábamos reconstruyendo la comunidad. Entonces salimos al balcón. Ahí estaba el Casco Viejo.