e lo he escuchado a conocidos y amigas, a gente cercana. Es tema de conversación, está en la calle, en la prensa, en boca de tertulianos pesebristas, en los telediarios y hasta en las homilías del Vaticano. Incluso me lo he oído a mí mismo. Es la idea estrella del confinamiento. Algunos de ustedes la habrán sentido. Como se siente el frío en una noche de verano. No me digan que no han experimentado la sensación de que en este confinamiento nos hemos descubierto más tranquilos. Extrañamente ajenos a esa aceleración con la que entramos en la pandemia. Diferentes, como si buceando en la profundidad del encierro hubiéramos soltado lastre, enterrado el stress, la ansiedad, la velocidad de las cosas. Y parte de la vida de vértigo que llevábamos. Como si este parón nos hubiera reseteando un yo más calmado. Y de todo ello presumimos. De haber salido airosos y más fuertes. Y además lo decimos, lo propagamos como una oportunidad de crecimiento buscando en este encierro forzado la llave de nuestra felicidad futura. Porque este confinamiento ha tenido su lado romántico. Decimos. Pues bien, nada más perverso que todo ello. Y nada más clasista que todo ello. Y nada más emocionalmente contaminado por ese positivismo amable y neoliberal que se ha hecho fuerte en esta pandemia.

Quienes hemos experimentado esto, y les digo que lo he sentido, somos esa casta de privilegiados que no hemos tenido que salir a patear la calle para seguir comiendo caliente cada día. Quienes no hemos ido a nuestros trabajos, quedándonos en casa, porque teníamos trabajo y, además, prescindible. Esos que no nos hemos expuesto a la enfermedad más que lo justo. Quienes no hemos convivido durante esa cuarentena inclemente en doce metros cuadrados, quienes hemos sentido el sol cada día despejando la ecuación entre lo desconocido y la incertidumbre. Y esto es una cuestión de clase. Algo que el virus no matado sino que ha viralizado.