a vieja normalidad se presentó con la llegada del verano. Como si no hubiera pasado nada. Pero había pasado. Otra cosa es que miráramos para otro lado. Esta es mi última columna dedicada a la pandemia. Aquí acaba mi estado de alarma. Les diré algo que cuesta decir. No porque tenga dudas, sino porque cuestionar la industria turística con la que está cayendo no es fácil. Porque discutir la hegemonía de barro de esta industria que representa un 15% del PIB nacional es de suicidas. Porque el turismo, con un discurso hegemónico inapelable, es sandios en este país. Y sí, el turismo español ingresó el pasado año 178.000 millones de euros. De él dependen 2,8 millones de empleos. Pero esta industria, junto a la hostelería, son los sectores más precarizantes de la economía española. Los que más desempleo generan y una de las industrias más insostenibles.

La pasada semana el gobierno inyectó 4.262 millones de euros para salvar a un sector que durante estos últimos cinco años ha tenido ingresos cercanos a los 300.000 millones de euros.

Mientras tanto, el sector cultural agoniza tras la pandemia sin que nadie le dedique ni una jaculatoria. Y eso que esta industria empleó en 2019 a 704.000 personas que trabajaban en 122.673 empresas y que aportaron un 3,2 % al PIB. Tras la epidemia la gente de la cultura se ha quedado en la ruina. Más aún, pareciera que la cultura no tiene voceros que la reivindiquen como el turismo. Como si careciera de peso simbólico y patrimonial. O eso parece.

Y es que, si el gobierno fuera más de teatro o de cine, y menos de bar, sin menoscabar al bar, habría sido más justo con este sector. Si hubiera sido equitativo con la cultura, como lo ha sido con el turismo, el sector cultural debería haber sido rescatado con 1.071 millones de euros. Y no con esos 76,4 millones inyectados que no llegan ni para levantar el telón. Con esto queda demostrado que cien terrazas valen más que cien obras de teatro.