Las patrias están en el mercado. Míralos: América primero, dice el faisán dorado. Inglaterra primero, Francia primero, dicen los demás pájaros. Viva España, dice el loro de Valle-Inclán. La patria es el corral primigenio. Ya no sabemos ni a qué olía, pero echamos de menos su hedor. Hay hasta quien trata de imaginarlo y ponerlo en frascos. “Cuanto más se habla de la patria menos existe esta”, dice Sebald. ¿En qué sentido lo dice? Pues verás: en el sentido de que se convierte en nostalgia. En la actualidad, lo que queda de la patria es solo su nostalgia. El lacerante prurito de su pérdida. En la época de la cultura única, cada cual llama patria a lo que puede. A ese respecto, todos nos las tenemos que apañar con la inteligencia que nos ha tocado en suerte. Afortunadamente (y esto sí que es curioso), todo el mundo tiende a estar bastante satisfecho con ella. Puede atormentarnos nuestra estatura, nuestra nariz, nuestros genitales (de hecho, cada vez nos atormentan más estas cosas), pero nunca nuestra inteligencia: todos se conforman con la que tienen. Hay quien llama patria a su idioma, a su equipo de fútbol, a su comida. Antes la patria era el lugar en el que estaba la casa de tu padre. Un ámbito reducido y emocional (más emocional cuanto más reducido). Ahora la patria es más bien un kit de abstracciones: el orgullo, la bandera, la historia antigua, un destino común. Asuntos cada vez más ficticios. Ficticios y pomposos. Los partidos políticos tienden a ponerse estupendos cuando los nombran. En fin, la experiencia de la pérdida de la patria no puede repararse nunca e intentar traficar con esa delicada mercancía es lo que aproximadamente hacen todos los partidos. Algunos con más mezquindad que otros. Y es entonces (cuando empiezan a graznar los especuladores de las esencias) cuando de verdad te aburres y te avergüenzas de la patria. Cuando los más mediocres y los más ruines estiran el cuello y se engallan tratando de imponer sus sórdidos prejuicios.