menudo, me sorprendo a mí mismo en actitud sospechosa. ¿Qué estás haciendo?, me pregunto. Y antes de contestarme, mi otro yo ya esboza un mohín de culpa: Estaba otra vez buscando síntomas -confiesa-, creo que he notado un pinchazo en los pulmones. Últimamente anda hipocondríaco. Así que intento tranquilizarle: Eso no es nada, eso no es nada, repito una y otra vez. Pero lo cierto es que cada día está más angustiado. Tal vez veas demasiados telediarios, le comento tratando de dulcificar un poco el tono. Y él asiente y se encoge de hombros, con esa carita: como diciendo que no puede evitarlo, el pobre desgraciado. Tenemos un tercer yo que naturalmente nos mira con desdén. Casi no habla. Y cuando lo hace se limita a citar a Schopenhauer: Frente a los estúpidos solo hay una manera de manifestar nuestro entendimiento, y es no hablando con ellos. Cosas así. Vamos a ver, yo fui muy de Schopenhauer entre los 35 y los 40, lo reconozco. Después de leer La peste y La náusea, me tragué El mundo como voluntad y representación. Una joya literaria. Siempre me ha fascinado la irracionalidad de la vida, el pesimismo filosófico y todo eso, como bien sabéis. Yo, esas gominolas las he chupado mucho. Pero hay que estar en el mundo, de todas formas, ¿no? Esa es la jodida cuestión, creo. En fin, ya no lo sé. Cada vez lo tengo menos claro. Mi tercer yo pasa del mundo olímpicamente, todo le da igual, se extasía con los presocráticos. El segundo, hace caso a todo, escucha la radio, lee la prensa, ve tertulias de expertos: en definitiva, el horror. Es normal que esté más deprimido que Djokovic en Roland Garros. Yo, en cambio, tengo que dar la cara. Se supone que soy el manager, intento trasmitir una imagen de serenidad. Pero no es fácil. Salgo a pasear, compro todo lo que puedo, intento ser como era antes, pero ya digo: fácil no es. No te hundas, me pide el segundo. Y yo me esfuerzo. Al tercero le importa ya un rábano si me hundo o no. Qué tiempos.