uestos a discrepar, se puede discrepar de todo. Y hay que hacerlo, supongo. Es entretenido. Discrepar nos encanta. Recuerdo que el paleontólogo Juan Luis Arsuaga dijo que los humanos somos chismosos desde los orígenes. Yo añado: y polemistas. ¿Tú dices una cosa? Pues yo digo lo contrario. Por gusto. O sea, por el placer de no darte la razón. ¿Tú dices que no va a haber sanfermines? Pues yo digo que sí, ¿cuánto te apuestas? Somos chismosos y apostadores. Ahora dicen que para el verano todo estará bien. Ya veremos. No hay nada claro. Si alguien te dice que lo ve claro, desconfía. Y sobre todo, discrepa. Viva la discrepancia. Y la autoestima (con humildad, por supuesto). Lo único claro es que avanzamos a tientas. Y en ese no ver bien, cada cual se desenvuelve según su naturaleza. Donde unos se acobardan, otros se carcajean. Donde unos alardean y hacen el mico, otros reflexionan con pesadumbre. Y por desgracia, como decía Gracián, a menudo la desdicha de uno propicia la fortuna del otro. A veces me pregunto si, con todo nuestro chismorreo, discrepancia e interacción social febril, tenemos remedio como especie. Pero supongo que no. En fin. ¿Remedio? Para eso tendríamos que retroceder. Y el ser humano no puede retroceder. Ni siquiera frenar. Puede que seamos conscientes de que habría que frenar, pero no tenemos frenos. Lo siento, no los tenemos. El otro día le preguntaban a Zizek si es pesimista y dijo: No seamos ingenuos, con las vacunas la gente piensa que se ve la luz al final del túnel y claro que se ve: es el próximo tren que viene de frente. Así que se definió como un optimista desesperado. Y mira, ayer mismo leí que un científico de Houston ha lanzado la alerta de la posibilidad de una nueva pandemia que acabaría con más de un tercio de la población mundial. Literal. Optimistas desesperados: eso es lo que somos todos, me temo. Qué remedio.