ui a beber con la máscara puesta y me tiré el vino por encima. Y pensé: estamos mucho más viejos de lo que éramos. La señora de al lado debió de oírme porque me miró y asintió con esa sonrisa. ¿Qué sonrisa? La de la resignación, esa sonrisa. Yo estaba leyendo El crepúsculo de los ídolos, de Nietzsche, y precisamente acababa de subrayar la frase que dice: "el que se decide a entrar en el terreno de la autoparodia tiene que estar dispuesto a que se burlen de él". Pero yo no busco que se rían del yo que hay en mí (que no da para mucho), sino del nosotros que hay en mí. Y esto puede parecer sutil, pero no es difícil de entender. Y vale hasta para el rey. Porque incluso el rey forma parte del nosotros. En la cultura de la ironía y el sarcasmo, que es donde (nos guste o no) vivimos desde hace ya algún tiempo, tienes que estar preparado para la constante mofa de todo. Los jueces se comportan como vulgares opinadores, como el juez vasco de la semana pasada, por ejemplo, campechano y dicharachero. Los políticos pueden mentir todo lo que quieran y ¿no pasa nada? Qué guay. Los mismos obispos hacen y dicen cosas que dan vergüenza ajena (cuando no dan pavor, claro) y tampoco pasa nada de nada: es la monda lironda. Todo es un jajaja. Hasta los reyes parecen bufones en multitud de ocasiones, no me digan que no. Me refiero sobre todo a las realezas europeas. En especial, a la británica, que en cuestión de arrogancia, teatralidad y disimulo, marca la pauta a las demás. La exitosa serie televisiva The Crown resulta demoledora incluso cuando pretende ser complaciente. Y ahora los suecos van a parodiar a su propia casa real en otra serie de televisión. Vale, la historia no tiene frenos. Ni marcha atrás. La realidad ha muerto (o está loca): vivan las series. Lo que yo me pregunto ahora es si alguien se atreverá a hacer la parodia de los bombones españoles. Vaya, perdón, yo no había escrito bombones, claro: maldito corrector.