a vida es maravillosa, de acuerdo, no seré yo quien lo niegue. Pero no lo es todo el rato, esa es la pega. Hay momentos difíciles. Como cuando te tienes que cortar las uñas de los pies, por ejemplo. Eso sí que es un engorro de verdad. Sobre todo si tienes unas uñas salvajes y belicosas. Lo digo porque mucha gente las tiene. En fin. Durante un tiempo, puedes obviar el tema. Fingir que no te enteras, darle largas. Pero llega un día en el que ya no se puede especular más. Y hay que hacer algo, hay que sacar la caja de herramientas, hay que actuar. Es duro, pero hay que hacerlo. Y lo sabes. Porque, de lo contrario, ya ni podrías ponerte los zapatos. Con el tema de Juan Carlos pasa algo parecido, me temo. Es un asunto engorroso que sabemos que esta ahí. Medrando en sombra. Criando hongos feroces. Cada día más incómodo y maloliente. Somos conscientes de que tarde o temprano saldrá a la luz. Que tendremos que afrontarlo en serio. Y que cuanto más lo demoremos será peor. Más triste y desgarrador (disculpen la rima). Pero nada. Es curioso, preferimos dejar que el tiempo pase y pase. Fingimos que nos olvidamos del tema. Fingimos que todavía no nos molesta demasiado, que no es muy grave, que no afecta a más gente, etc. Fingimos y fingimos, y está bien: lo hacemos con buena intención, lo sé. El fingimiento es un lubricante social, favorece la convivencia, dibuja sonrisas en los rostros de la gente: qué bonito es todo, qué feliz soy. Pero llega un momento en el que ya no se puede fingir más. Es imposible. Y qué doloroso es entonces ese gesto, cuando te tienes que quitar la venda que tu mismo te has puesto en los ojos y sacar los alicates y el serrucho. Porque las malditas uñas de monstruo no dejan de crecer y crecer. Cada vez son más grandes. Te has cargado las sábanas, ya solo puedes andar descalzo y estás jodiendo desde hace tiempo el parquet de toda la casa.