Clareaba el día. Como cada viernes se detuvo en la gasolinera para llenar el depósito, y ahí estaba Pedro Sánchez, acodado en su coche oficial y acariciándose el apurado mientras el chófer abonaba en el interior. Le reconoció que, aparte de declararlos Patrimonio de la Humanidad, algo habría que hacer con los autónomos como él, repartidor de prensa, oficio además en notorias vías de extinción. Del baño salió Pablo Iglesias agitando las manos en el aire no tanto para secárselas, en aquel lavabo nunca hubo papel, como para liberar el cabreo por que alguien le hubiera fotografiado conversando con el enemigo Rivera taza mediante en la cafetería del Congreso de los Diputados y hubiese arrojado esa imagen a las aguas de Twitter para levantar un poquito más de oleaje sobre la marejada. Al tratar de aparcar junto a un paso de cebra durante los 27 segundos que tardaba en descargar los fardos de periódicos y revistas, dos setentañeras que se habían echado a andar antes de que el ejército de duendes municipales hubiera colocado todos los adoquines y baldosas en las calles como cada amanecer le recriminaron que no dejaba visibilidad y que cualquier día morirían atropelladas, además de mal alimentadas porque la pensión no les daba para más. Entonces la tapa de la alcantarilla se arrastró y en vez de una nube de azufre, del núcleo mismo de la tierra apareció Pedro Sánchez anunciando que no sólo mejoraría su dieta, sino que contarían con un personal trainer que acudiría a su domicilio previo aviso y convenientemente identificado. “¡Y en mallas!” gritó Pablo Iglesias mientras se descolgaba del andamio de una fachada haciendo rapel. En ese instante epifánico su móvil tarareó una sintonía odiosamente familiar y abrió un ojo. Cuando despertó, la urna todavía estaba allí.