i has viajado a algún país del África subsahariana sabes que es así. Que cuando los blancos dejamos la aldea en el todoterreno compartido con desconocidos belgas, alemanes o sevillanos una riada de niños corre tras el coche esperando el último regalo. Una vez uno de estos desconocidos sentado a mi lado les lanzó caramelos y bolígrafos. Melchor. Con buena voluntad. Y cometiendo el error del que tratan de disuadirnos quienes conocen bien Mali, Burkina o Benin. Mikel y Teresa ya sabían que crear necesidades que después no se podrán cubrir no es sano y que premiar al más rápido sin repartir, tampoco. Por eso a Mikel le sorprendió que cuando su 4x4 ya había arrancado en Sangha, cuando lanzaba la última mirada a ese paisaje fantástico del País Dogón donde las casas de adobe con techos de paja ascienden pegadas a la pared rocosa de la montaña, un niño le mirase intenso y le pidiera que esperara. Corriendo le trajo de su casa un paquete envuelto en una página de cuaderno. Mikel subió al coche y ese mundo que les había golpeado la cabeza cambiándolo todo de sitio empezó a quedar atrás. Con su compañera Teresa y con los nervios que genera la anticipación de algo que sólo inconscientemente se sabe, abrió el paquete. Una figurita de madera. En el papel, escrito, Boureima Kassogue à Tabitongo élève. SHANGA, MALI. En ese segundo nació esta historia. La de una pareja que comienza enviando unas deportivas del 42 a un niño maliense, después dinero para una cámara con la que fotografía las esculturas de madera que talla su padre y todo lo que le rodea y más adelante los estudios con los que Boureima Kassogue se hace enfermero. Hoy este chico trabaja y ha formado a otras personas en el primer centro de salud que ha existido nunca en Soya, un pueblo de 3.000 vecinos de Mali. Teresa Escolà y Mikel Arriaga lo abrieron a través de la asociación Batera Ibiliz. Esta historia se cuenta muy bien en el libro recién publicado El niño dogón que miraba en Sangha. La distribuye Elkar y su precio es dinero que viaja íntegramente a ese proyecto. Nosotros estamos aquí con nuestra pandemia, nos molesta la mascarilla, queremos tomarnos la cañita en el bar con los amigos y los del bar, poder vivir. Lo normal. Ellos están cruzando descalzos zonas inundadas y cultivos arrasados para ir a la escuela o a este centro de salud. Lo normal también.