ace ya algunos viernes que chavales de 13 y 14 años se citan para pegarse un poco que a veces termina en demasiado y así pasar el rato en Bilbao, en Gasteiz y quizá en más lugares. También para jugársela al paso de un coche a 30 por hora y para soltar una colleja desde su impactante 1'80 m de altitud a algún paseante que se mueva en cotas más bajas y les resulte cómodo al doblar el codo. Se aburren, las criaturas. Revolución hormonal + energía al 100% + falta de alternativas en las que invertirla cuando lleva semanas prohibida la práctica de todo deporte que no sea de competición. No es justificar, sólo poner en contexto. Diez años más tienen los protagonistas de la historia vivida el martes que podría ser la secuencia de inicio de una película de terror adolescente. Alguien llama a quien gestiona la hospedería del monasterio de las Clarisas de Derio y la alquila para un evento. La noche previa al martes festivo comienzan a atravesar ese semisagrado umbral hasta 67 veinteañeros. Algunas y algunos atrezzados con su toca y su hábito al viento y su crucifijo saltando alegre sobre el pecho anticipando lo que venía. Más de doce horas CON música, alcohol y otras sustancias, CON el puntito transgresor de estar en un convento, CON la pasma y sus luces estroboscópicas fuera, como tiene que ser, CON colegas, desfase después de tanta norma y tanta contención y CON gente nueva a la que sólo conocían en redes o ni siquiera. Un fiestón de toda la vida. Si se hubiera celebrado hace un año. Hoy es una reunión ilegal SIN mascarilla, SIN distancia de seguridad, SIN respetar el máximo de 6 reunidos ni el confinamiento perimetral y por encima de todo, SIN conciencia de que lo que estás haciendo reduce a escombro un montón de esfuerzos. Un multón de toda la vida el que se llevan los chavales, más de trescientas sanciones a repartir entre todos. De momento la fiesta les ha salido a mil y pico euros por cabeza. A ver si hay suerte y este es el final de la película.