n hombre observaba a su perro husmear la arena, saltar y mojarse las patas y el hocico en una ola mientras la línea entre mar y cielo era recta. Una mujer se recogía un mechón negro tras la oreja y colocaba dos tazas de cerámica verde sobre la mesa. Un cuenco con agua en el suelo. Para cuando hombre y perro regresaran del paseo. Rituales. Silbó la tetera y vio que las tazas empezaban a moverse. Solas. Sintió el temblor creciente bajo los pies. Corrió a agacharse bajo la mesa como le habían enseñado de niña en la escuela de Shichigahama. El hombre notó la vibración en la arena y llamó nervioso a su perro justo cuando el horizonte dejaba de ser una línea y comenzaba a torcerse. El 11 de marzo de 2011 un terremoto de nivel 9 arrasó la costa noreste de Japón provocando un tsunami aterrador. Una ola de 38 metros devoró ciudades, infraestructuras, bosques, redes viarias y cuando faltaban 14 minutos para las tres de la tarde alcanzó la central nuclear de Fukushima y provocó tres fusiones nucleares, tres explosiones de hidrógeno y una liberación de contaminación radiactiva que duró días.

El tsunami se llevó cerca de 20.000 vidas. La radiación fue ampliando el perímetro de evacuación en torno a la central hasta un radio de 20 kilómetros. Este círculo se llenó de fantasmas y muerte. Voluntarios lo atravesaron hasta el centro con unos buzos herméticos sabiendo que eso podía ser lo último que hicieran. Voluntarios. En un desastre nuclear del mismo nivel de gravedad que Chernóbil. Ingentes cantidades de agua contaminada por la radiación empapaban la tierra y se mezclaban con el agua salada del Pacífico. Todos lo recordamos. Yo volaba a Japón cuatro días después. Bosque de bambú, valle medieval, noches de Tokyo, callejas de Kyoto, seguid esperándome. Medio millón de personas sin casa, una región entera del país para descontaminar y reconstruir desde cero. Lo han hecho. Diez años no son tanto pero la vida nos ha cambiado mucho. Y siempre queda el segundo en que todo puede volver a cambiar.