ay que mirar las cosas con ojos de basurero de Boston. Nosotros no vemos basura, vemos cartón, vidrio y compost”. Lo afirma con seguridad y con ese orgullo humilde capaz de superar la contradicción. Y con su uniforme de lona cubierto por un chaleco reflectante, porque se mueve entre máquinas trituradoras que pulverizarían sus huesos en caso de accidente. Mira a cámara tranquilo, dueño de sí mismo, de su entorno y de su mensaje mientras explica que 3.000 ciudades en Estados Unidos han imitado el modelo de reciclaje y reutilización de residuos de Boston. Con ese chaleco y situado ante una montaña alpina de restos de jardinería parece una luciérnaga. Toma un puñado y deja caer entre los dedos pedacitos de hojas, ramas y tallos triturados. Oro, el mejor compost para las granjas y viñedos del entorno urbano. Se pelean por él, cuenta. El campo siempre ha proveído a la ciudad de alimento. Ahora la ciudad le devuelve parte de lo que le debe. Así se cierra el círculo. Lo explica bonito en uno de los documentales que ha programado ETB estos días en torno a la cumbre climática de Glasgow. Un basurero satisfecho con su trabajo, que tendrá sus jornadas laborales horribles, como las tenemos todos, pero resulta creíble trasladándonos gratificación, la de saber que con lo que haces y a tu medida estás aportando valor. Algo muy parecido experimentó Larry Bird, leyenda de la NBA en los 80. Antes de que los Boston Celtics le ficharan el rubio también había trabajado de basurero en esta misma ciudad. Y le encantaba -contó en una entrevista hace unos meses-, porque estaba al aire libre, con sus amigos y porque con aquel trabajo sintió que había logrado algo importante. “¿Cuántas veces estás dando vueltas por tu ciudad y te dices: ¿Por qué no arreglan eso? ¿Por qué no limpian las calles? Tuve la oportunidad de hacerlo, de hacer que mi comunidad se viera con mejores ojos”. No parece tan difícil aplicar la mirada de los basureros de Boston para actuar más y mejor.