Hubo un tiempo horrible en el que se vendió la idea del todo es ETA, difuso entorno mediático donde metían desde pistoleros confesos hasta cocineros mudos, pasando por insumisos, guardametas e incluso un chaval mutilado al que llegaron a acusar de cómplice, vamos, de regalar su pierna a la causa. Como consecuencia de aquel desvarío, se necesitaba Google para saber si el etarra del que hablaban puso un coche bomba o simplemente era consejero de un diario. Cuando todo el mundo es verdugo, nadie parece serlo.

De forma similar, en este tiempo apacible, se está vendiendo aquí la idea del todos somos víctimas, entorno mediático también difuso donde a menudo se iguala a las familias de los asesinados con las de los asesinos, como si el hecho de sufrir una espantosa pérdida -tres tiros en la nuca, un infarto en la celda- situara a los huérfanos en la misma línea de salida hacia la paz. Seguimos, pues, necesitando Google para saber si la víctima que citan lo es porque alguien acribilló a su padre o porque su padre murió tras acribillar a alguien. Cuando todo el mundo es víctima, nadie parece serlo.

El dolor no es patrimonio de nadie, y no sólo han llorado los buenos. Y, por supuesto, las lágrimas privadas merecen respeto y cada cual tiene derecho a echar de menos en su alma a quien quiera. Ahora bien, elevadas en público a símbolo de convivencia, convertidas en didácticas y reconciliatorias, todas esas lágrimas no son iguales. Y su unión, aun con la mejor voluntad, es injusta salvo dejando muy claro que unas son fruto del dolor padecido y las otras deben serlo también del infringido. Así, y sólo así, resultará saludable verlas juntas y hasta revueltas.